lunes, 6 de diciembre de 2021

461 OCEAN BOULEVARD

 

Me di cuenta de que faltaba cuando me puse a dar cuerda al reloj que está justo encima del mueble donde guardo los platos y manteles que llevo tanto tiempo sin usar. Ya no vienen invitados a casa y eso que hace años, cuando compré la vajilla y la mantelería, la casa recibía visitas constantemente. Amigos que paraban de vacaciones y se quedaban unos días. Familiares que pasaban alguna tarde, la rutinaria reunión con mis padres que venían a comer el último domingo de mes y traían el postre. Después, pasábamos un buen rato entre copas y cartas y muchas veces nos daba la hora de la merienda, entonces sacábamos las pastas y hacíamos más café. Todo eso ha cambiado, hace años que nadie se acerca. Ahora comemos solos de lunes a domingo prácticamente todos los días del año. El polvo recubre los platos y ya apenas suena el timbre de casa.

No estaba, y juraría que anoche lo dejé ahí. Escuché el disco por las dos caras mientras tomaba cerveza, tenía una de esas noches en las que necesitaba beber sobre todas las cosas del mundo. Acompañado de la cerveza, me dedicaba a apreciar la caja. La preciosidad del diseño de portada consistente en una foto en tonos mate de la casa donde fue grabado el disco. El artista aparece delante de la misma con los brazos cruzados y un pie apoyado en la palmera que domina el jardín delantero de la vivienda. Es uno de mis favoritos, por eso lo busqué incluso en los lugares más inverosímiles como dentro de la ducha o en el hueco que se forma entre la lavadora y el armario de la cocina. Busqué debajo de la cama, entre los cojines del sofá y en el cajón de las ollas. Miré incluso en el horno, pero simplemente había desaparecido.

Conté las botellas de cerveza vacías, sumaban dieciocho esparcidas por la cocina y el salón. También sobresalía una botella de licor seca que pastoreaba a varios botellines verde oscuro de un tercio, lo que me hizo temer que ayer pude excederme un poco. No recuerdo mucho salvo estar escuchando el disco mientras trataba de sacar algún sonido mínimamente afinado con la guitarra y balbuceaba el estribillo del tercer tema de la cara b. Dejé la caja del disco en el mueble cuando me levanté y me puse a girar sobre mí mismo al ritmo de la música como si fuera un chamán en pleno trance. En ese momento perdí la consciencia y ya no recuerdo qué ocurrió hasta esta mañana que me desperté tumbado en el sofá con un pitido zumbando en mi oído izquierdo cada vez que intentaba abrir los ojos e incorporarme.

El disco había desaparecido, probablemente lo lanzase por la ventana en plena noche exaltado por el alcohol. Puede que algún vecino lo viera esta mañana tirado en la acera mojada cuando sacaba al perro o mientras se dirigía al trabajo. Es probable que escucharan el alboroto anoche y supiesen que fui yo que, fuera de mí, abrí la ventana y tiré el disco al viento. Seguramente entre lágrimas y babeando incoherencias que no puedo recordar pero que seguro que oyeron. Lo sabré cuando salga más tarde a comprar el pan y pueda escrutar sus miradas recelosas, sus cuchicheos inmisericordes y note sobre mi espalda sus dedos acusatorios. 

Ya no viene nadie a casa y poco a poco he ido dilapidando mi colección de discos. Ayer también se largó ella entre lágrimas que me parecieron falsas, pero quien soy yo para juzgar las lágrimas de los demás. Cuando desaparezcan todos los discos, quizá me dé por deshacerme de los platos del mueble, de las fotografías que guardamos en esos álbumes numerados de la estantería, o puede que arranque el puto reloj de la pared y lo estampe de una maldita vez contra el suelo. Será la última vez que dé la una. Parará el goteo constante del segundero y su monótono chac, chac, chac, chac, que inunda las horas de esta casa. Dejará de oírse el silencio que atrona en las paredes del cuarto. De una vez por todas. Entonces podré salir tranquilo a la calle de nuevo.

domingo, 20 de junio de 2021

CONSEQUENCES

 Estamos hechos de fracasos, me dijo mientras la luz que se filtraba por los huecos de la persiana escaneaba la habitación buscando su piel desnuda para escribir sobre su vientre el mensaje. Somos las consecuencias de las decisiones de otros. Escombros tras la guerra. Daños colaterales. Estoy harto de ser un daño colateral, afirmó con el rostro aun goteando sudor y la mirada perdida en el techo del cuarto. Hace un año, cuando aún no nos conocíamos y nos vimos por primera vez en la terraza de la cafetería, la fuerza que desprendían sus ojos, toda esa firmeza, como fabricada en acero, la seguridad en la voz, me enamoró de tal forma que me fue imposible no caer rendido ante semejante torrente de vida. Hoy, en sus ojos, no quedaba ni rastro de aquella fuerza, en lugar del acero, se vislumbraba un lago calmo y quedo en mitad de una noche solitaria. Agarré su mano, pegando mi cuerpo al suyo, tratando de contener el desastre que empezaba a desbordarse ya. Aquella lágrima deslizándose por su mejilla.

La luz amarillenta de la mañana, tamizada por la persiana, se mezclaba con el humo de su cigarro aquel día, formando figuras que a ratos eran monstruos, y otras, amables garabatos que se expandían o se anudaban para deshacerse después en susurros tras las sombras del cuarto. Ya nadie fuma en la cama, ni apoya el cenicero en una mesita de noche tan austera que ni siquiera tiene cajón. El pasado verano, cuando todo era sol de mediodía, me llevó a una cala escondida. Ya verás, es como la playa donde Robinson Crusoe pasó su naufragio. Yo era por aquel entonces alguien que necesitaba ser rescatado. Pasamos el día separados del mundo, algo que día tras día se convirtió en rutina. Algo que poco después empecé a sospechar, ocurría por miedo al mundo. Hicimos el amor mientras el sol se agotaba.

Todo va a salir bien. Se me escaparon entre los dientes con toda la vacuidad que les pertenece, las cinco palabras que detonaron el fin. Fui consciente del error nada más apoyar en el paladar la lengua para pronunciar lo que fue una más prolongada de lo normal letra ene. El lago de sus ojos se congeló en aquel instante y clavando la mirada sobre mí me dijo: largo. Nada más. No más miradas, no más gestos, solo largo. No repliqué. Ya lo había dicho antes, somos las consecuencias de las decisiones de los demás y había dictado sentencia. Las heridas que nos infligimos esa y todas las noches anteriores desde el día en que nos conocimos restallaban en cicatrices que ocultamos tras las ropas. Mientras me vestía y cubría los desastres de esta guerra, sobre la cama que fue mi isla, Robinson continuaría lanzando señales de humo durante toda la eternidad.

miércoles, 31 de marzo de 2021

LAS PAREDES

Estás tirado en el sofá viendo cualquier cosa en la tele, aturdido por el vino y el whisky de la comida. Piensas que nada ocurre nunca cuando el estómago está caliente y el cerebro se cuece al ritmo suave que impone el alcohol. Nada, porque las paredes de la habitación te aíslan del mundo y estás seguro de que el vapor que emana de esas burbujas mínimas que borbotean dentro de tí, cobija. Escuchas el rumor de las olas deshaciéndose constantes contra la arena, o eso parece el zumbido de la campana extractora que viene de la cocina. Desde tu refugio también se oyen las voces de las familias que pasean por la calle ahora que aún es de día. El gruñido de los motores de los coches que se alejan cuando pasan fugaces por la carretera como fugaces pasan las cucarachas que caminan por entre las maderas del suelo. Invisibles. El traqueteo del patín que rueda sobre las baldosas de la acera, su silencio abrupto al detenerse. Los gritos de los niños que juegan bajo la ventana, alguien que quiere impresionar a una chica aunque a veces las cosas simplemente no salen bien. Sientes la alegría, pero no sientes el frío porque la calefacción está puesta en casa y nada ocurre nunca dentro de esas cuatro paredes. Salvo que, por momentos, piensas que... Bueno, piensas y... Sabes. Estás ahí recostado, medio aturdido y solo. Entonces te das cuenta que, quizá sí, porque sin quererlo, has dejado abierta la puerta y ahí está con su cigarro a tu lado, acechando. Adueñándose del instante. Esperando tu próximo paso en falso. Tarareando esa vieja canción mientras el humo que exhala dibuja reproches en la habitación. No es para tanto te dices, y, bueno, qué remedio. Decides que es parte del juego y que para algo están las paredes de la casa, la campana extractora y esas burbujas mínimas que borbotean.

sábado, 12 de diciembre de 2020

ÚLTIMO DÍA EN EL HOSPITAL.

 Me despertó el ruido de la máquina, el constante bip, bip, bip, había cambiado su ritmo pausado hacia un sonido más punzante y continuado que me sacó del letargo en el que me encontraba. Abrí los ojos aún medio dormido y sin saber muy bien donde estaba, hasta que por fin me di cuenta de que seguía en la habitación del hospital.

En cuanto reaccioné me levanté y fui a comprobar cómo estaba. Aun dormía, me incorporé sobre la cama para comprobar que ninguno de los conductos de plástico que llevaba enchufados al cuerpo se hubiera desconectado con algún movimiento involuntario provocado por el sueño. Todo parecía en orden. Eché un ojo a las bolsas que colgaban de la percha que tenía a un costado, no parecía haber nada raro pero el sonido que emitía la máquina continuaba intensificándose así que llamé a la enfermera utilizando el botón que pendía sobre su cabeza.

Uno se acostumbra incluso a los hospitales y a ese olor a desinfectante que penetra hasta el cerebro y lo impregna todo, al silencio de las noches roto por el paso de las enfermeras por los pasillos, a las conversaciones deprimentes de los pacientes. Al rumor constante de la muerte susurrada en cada esquina y a esas bolsas que cuelgan de perchas móviles como longanizas al lado de las camas de los enfermos.

El día que se derrumbó y llamamos a la ambulancia me resulta tan lejano como irreal, como si hubiese ocurrido en un sueño. Tuve que contarle al médico que nos atendió en urgencias cómo había ocurrido todo. Intenté ser lo más preciso posible, detallar los minutos previos, su estado antes del shock, cómo noté que ralentizaba sus movimientos según se acercaba a la puerta de la cocina tratando de llegar a la manilla como si fuera tierra firme y ella un náufrago al que la corriente le alejaba de la costa. Le conté cómo había sido el golpe y cómo convulsionaba en el suelo mientras yo intentaba sujetarla y llamar a emergencias. Noté que no me creyó.

Pasaron horas hasta que pude verla. Me contaron que la estabilizaron, que había sufrido un ataque y que no podía mover gran parte del cuerpo. No podía hablar, ni hacer ningún movimiento, no había reaccionado a los estímulos y los médicos temían que no pudiese recuperar sus funciones normales nunca. Además, las secuelas del impacto contra el suelo le habían dejado el ojo hinchado y una enorme brecha en la cabeza. Me contaron que la sedaron y que tendría que pasar unos días en el hospital a la espera de más pruebas y de ver su evolución.

 

Sentí miedo. Pánico más bien. No recordaba nada y me desperté ahí, postrada en la cama, en una habitación oscura con el ruido constante de la máquina tras de mí. Y ese olor, ese maldito olor y el pitido penetrando en mi cabeza, primero como un rumor lejano que se iba intensificando a medida que iba saliendo de la bruma en la que me encontraba, después, como un insoportable alarido nauseabundo que me inundaba. No podía moverme. Por más que lo intenté era incapaz de mover las piernas ni girar la cabeza hacia los lados. Nada. Noté que el corazón se me aceleraba según tomaba consciencia de mi situación. ¿Qué era eso, qué había pasado, por qué no había nadie en la habitación? ¿Dónde estaban los médicos, las enfermeras? ¿Dónde estaba él?

Creo que estaba amaneciendo cuando entraron. La luz era distinta, clareaba tras la ventana cerrada que intuía a la derecha de mi cama. El hombre explicó el parte médico a Roberto mientras yo asistía impasible a sus explicaciones. Lo escuché todo sin poder decir nada. Entonces pude verle, acercó su cara a la mía mientras me acariciaba dulcemente con su mano. Quise decirle cuanto le quería, convencerle de que todo iba a salir bien pero no pude y pensé, pobre Roberto, es solo un crio.

Llevo aquí una semana, o lo que parece haber sido una semana, conté las veces que oscureció dentro de la habitación. Fueron seis noches. Él no se separó de mi ninguna de ellas. Dormía en el sillón contiguo, entre la cama y el ventanal. Todos los días me acicalaba con cariño, antes de que llegasen las enfermeras y me asearan, él se ocupaba de que me vieran peinada y lo más adecentada posible pese a la situación. Mejoré algo a lo largo de la semana. El segundo día podía mover la cabeza y mirar por el ventanal traslúcido, decepcionantemente gris. También recuperé cierta movilidad en ambos brazos y podía mover los pies, o los dedos de los pies, al menos notaba un cosquilleo en los pies. Respecto al habla, mi voz todavía era un gruñido. Por más que quisiera no era capaz de emitir una palabra entendible. A pesar de los esfuerzos, por más concentración y fuerza que pusiera, solo salía de mi un gruñido indescifrable.

 

A primera hora de la tarde venía una logopeda y me mandaban salir de la habitación. Estaba una hora con ella. La mayoría de las veces acababa su sesión, me dedicaba una sonrisa y se alejaba por el pasillo. Uno de los días me dijo que la abuela avanzaba muy poco a poco, que sufría afasia y había perdido totalmente la capacidad de hablar. Me contó que estaban haciendo muchos esfuerzos para que pudiese volver a articular palabras pero que los primeros días eran determinantes y que según avanzasen, sus posibilidades se irían reduciendo. Algo parecido me dijeron los fisioterapeutas el quinto día. Quedaba prácticamente descartado que volviera a andar.

Traté de asimilar toda esta información, reconstruir la última semana antes del ataque intentando averiguar dónde se fastidió todo y mi grado de culpa. Si tuvo algo que ver la tensión que respirábamos los días previos a su ataque es algo que me tortura y que nunca sabré a ciencia cierta.

El médico que nos atendió a la llegada me interrogó en su despacho. Me preguntó de nuevo cómo había sucedido todo. Si había notado un cambio en su comportamiento los días previos y si vivíamos solos los dos. No hay ningún familiar cercano aparte de ella, señor. Ella se ha encargado de mí desde pequeño.

La culpa empezó a apoderarse de mí según avanzaba el tiempo. Yo había sido el causante de todo esto y ahora se pasaría el resto de su vida en una silla de ruedas. ¿Cómo íbamos a subir al piso? ¿cómo había sido tan estúpido? Si no la hubiese gritado, si no me hubiera comportado como un maldito histérico ni la hubiese levantado la mano. Dios, si ella no me hubiera sacado de mis casillas. Los días siguientes serían claves me dijo el doctor, pero las opciones eran pocas. Vete mentalizándote.

Antes de ayer le compré un ramo de flores en la floristería de la esquina. Uno bonito para ponerlo en su mesilla, en un jarrón con agua del grifo. Quería enmendar mi error, extirpar la culpa, tapar con flores ese agujero que había cavado. Lo coloqué con cuidado entre el mando de la tele y el lugar donde dejaba sus pendientes por las noches, me encargaba de que los llevase puestos durante el día. Corrí un poco la cortina para que entrase más luz, las flores y las plantas necesitan luz. Vamos a estar bien abuela, ya verás.


Es solo un crio y yo una vieja. Le observo sentado a mi lado frente a la ventana, metido en sus pensamientos, carcomido por la culpa y quiero decirle que no se preocupe, que no le culpo, que si pudiera le daría una buena reprimenda, es mi labor, y que luego cocinaría para los dos un guiso de patatas. Comeríamos en la cocina como hacíamos siempre y después de fregar los platos iría al salón y pondría la tele y él se encerraría en su cuarto, como de costumbre a jugar a los videojuegos. Desde la sala le diría que bajase la voz, que no hacía falta que chillase así, que no podía una ver la televisión con tanto escándalo. Pero no me oiría porque lleva puesto esos cascos enormes y habla a gritos por un micrófono con sus amigos.

 

Tenía resaca. Muchos días llegaba a casa borracho, intentaba disimularlo, no quería que ella se preocupase, bastante hacía con cuidar de mí y aguantarme a diario. Una vez me caí por las escaleras y salieron los vecinos. Llamaron al timbre. Mi abuela abrió en bata. Yo me ocupo. Gracias, disculpad.

 

Solo eres un crío Roberto, sé que te crees muy mayor, sé que has tenido que crecer a la fuerza, sin algodones, pero eres un crio y has sufrido. Yo también sufrí, aunque te parezca imposible. He sufrido mucho más que tú a lo largo de mi vida. ¡Ja, vaya si he sufrido! Solo dios sabe cuánto.

 

Comprueba las máquinas y yo le digo que estaba durmiendo cuando de repente el pitido empezó a acelerarse. Ella seguía dormida mientras la enfermera manipulaba el cuadro de mandos y abría un poco más el paso del líquido que fluía de una de las bolsas que colgaban de la percha hacia el brazo de mi abuela. La enfermera apretó el timbre de nuevo y una compañera vino en su ayuda al cabo de unos minutos. Hay que sacarla, di que preparen la sala. Yo observaba la escena, mi abuela dormía mientras el pitido seguía constante, alterado, y la enfermera desanclaba la cama y otra compañera llegaba y le ayudaba a mover la percha y a sacar la cama del cuarto. Hijo, debes quedarte aquí, tenemos que llevarnos a tu abuela. Asentí intentando mostrar serenidad. Eché un vistazo a las flores que empezaban a languidecer y giré la mirada hacia la ventana del cuarto por la que ya se intuía el amanecer.

domingo, 20 de septiembre de 2020

GALIFORNIA SE QUEMA (UNA SOFLAMA)

Galifornia se quema. Se escucha el crepitar del fuego que inunda los ríos en tus palabras. Las piedras inertes gritan horrorizadas tu nombre, anhelando la brisa que nunca vendrá. Han huido, todos han huido a la ciudad pensando que hasta ahí no llegará el lamento, ni la muerte, ni el negro humo que tiñe estas tierras.

Arden aldeas color pizarra, donde vivían meigas, trasgos e bruxos. Galifornia se quema. En la televisión aparecen imágenes, aullidos, el baile feroz y rojizo de las lenguas de fuego que besan el aire, lo devoran, y el viento sofocante calienta tu rostro que mira en la noche tras la ventana la luz en las montañas. Avanza, alumbra el cielo, ceniza y hollín cubren las estrellas.

San Fracisco de Compostela amanece, como amaneces tú cuando duermes desnuda en el verano más extraño que recuerdo, sobre la cama desconocida y temblorosa del mañana. Naranja es el color de la pesadilla. La praza do Obradoiro de un naranja irrespirable. Es la resaca del licor que quema tu garganta al despertar y el cigarro que humea medio encendido sobre el cenicero de la mesita. Galifornia se quema otra vez. Sí, otra vez, en este déjà vu constante, en esta elipse temporal sin fin, como el boomerang que es lanzado y regresa y es lanzado y regresa yeslanzadoyregresa. Prepara café. El disco que dejaste sonando ayer repite trabado que no que no que no que no que no.

No descansó. Ni en sus noches luciérnaga, pese a nuestras absurdas quejas. No descansó. Llueve ceniza sobre mi copa, llueve ceniza sobre mi pelo y son corzos, zorros, vacas, ovejas, bomberos. Partículas. Son sus lamentos, jabalíes, ratones, son búhos. Llueve ceniza en Galifornia. Son robles, brezos, grillos. Desde Verín a San Andres de Teixido, de Baiona a Ortigueira, Galifornia se quema otra vez. Tal vez por siempre. Tal vez sin descanso, tal vez inexorable, irremediablemente constante, hasta convertirse en Marte. Galifornia se quema, y Brasil. Se quema Portugal, y Australia. África arde. Desde lejos vemos sus llamas avanzar. Un paso más, fast forwarding.

Columnas de humo sostienen el templo, hogar del oráculo. Estaba escrito. Galifornia se quema. Incandescencia y laurel, incandescencia y vapor, incandescencia dolor, incandescencia eucalipto, incandescencia granito, incandescencia tus ojos. Espejo. Tus ojos. No lloran. Tus ojos. Metal. Tus ojos que pare. Tus ojos que siglos, que cambio, que siempre, que basta. Incandescencia. Final.

lunes, 1 de junio de 2020

COMIDA EN LATA


Estaba ido, tanto que ni siquiera reparó en que el grifo llevaba abierto todo el tiempo y que el agua se perdía por el sumidero del lavabo formando un remolino interminable.
Mientras observaba su cara cansada en el espejo, pensaba en que llevaba más de cincuenta días sin hablar con nadie, sin poner un píe en la calle, alimentándose de las latas de comida que acopió la primera semana de confinamiento en el supermercado. Su dieta durante el mes y medio de encierro forzoso había consistido en albóndigas en salsa, fabada, lentejas, callos, carne enlatada, salchichas y mejillones en escabeche, además de algún bote suelto de menestra. Una dieta severa que estaba empezando a mostrar sus consecuencias. Los ojos sin brillo y el color amarillo de su tez, de ese mismo color amarillo que el que deja el humo del cigarro en las yemas de los dedos de los fumadores compulsivos, hacían ver la mella que los casi dos meses de comida en lata, aislamiento, falta de luz natural y ejercicio había hecho en él.
Eran las nueve de la mañana y sabía que tenía que bajar a la calle a por más provisiones. Anoche en el telediario el presidente del gobierno informó que la cosa iría para largo, que ampliaría el estado de alarma. Era mejor estar prevenido. Sabía de lo que la gente era capaz cuando sentía pánico, lo había visto en otras ocasiones y detestaría quedarse sin las deliciosas salchichas en bote de Lybby’s que vendían en el súper del barrio. Aun así, algo lo mantenía estático con las manos clavadas en el lavabo y la mirada perdida en el espejo, sin percatarse de que su reflejo le miraba de vuelta con la indolencia con la que miran las caras de los espejos.
Los días se habían ido amontonado uno encima del otro como las latas y botes vacíos que acumulaba en el balcón, formando una montaña de metal y cristal coronada por una nube de mosquitos. El nuevo orden mundial.
Por fin se decidió. Suspiró, se frotó la cara con las dos manos tratando de espabilarse. Se peinó y se puso la camisa. Salió del lavabo atravesando el pasillo de casa hacia la entrada, cogió las llaves de la estantería y cruzó la puerta con determinación hacia el descansillo.
En ese instante, el aroma a lejía de las escaleras recién pasadas por la mujer de la limpieza hizo que se detuviera un momento en el umbral. Ese olor tan intenso a desinfectante se le subía al cerebro recordándole días pasados. La época en la que ella estaba a su lado y todo iba mejor. Momentos en los que no necesitaba dejar el agua del grifo correr para sentirse acompañado. Otros tiempos en los que no temía mirarse al espejo porque sabía que la imagen que le devolvería sería la suya y no la de un desconocido con demasiados años, la cara llena de arrugas y la mirada vacía.
Todo quedaba tan lejos que no comprendía cómo había llegado hasta allí. Atrapado en una casa que se había convertido en su cárcel. Solo. Había días en los que no podía evitar pensar en ella y en cómo era su vida hace apenas un año cuando dormían juntos cada noche y al follar, ella le agarraba del cuello con sus manos y el olor a friegasuelos que emanaba sus dedos le golpeaba en la sien mientras ella le tapaba la boca y la nariz ahogando su orgasmo. Entonces se derrumbaba, como esas putas latas que tenía que volver a apilar. Algún día tendría que llevarlas al contenedor, deshacerse de toda esa basura.

sábado, 28 de marzo de 2020

ESTOS DÍAS


 
 
Estos días se puede palpar la nada. Como una mirada que no encuentra la tuya y que deja un rastro pegajoso en el suelo. Mirada de caracol. Así es la nada estos días. Las horas son mi abrigo y mi hogar. El silencio reinante penetra en los muros porosos. Se expande por la casa, nos acecha mientras la ansiedad se acurruca en el salón, en esa esquina desvalida entre la lámpara sin bombilla y la pared. Se hace fuerte, respira, respira, comienza a conversar. Yo no hago caso.
Sé que un día te veré pasear, estoy seguro. Quizá salga de casa como un fugitivo, libre de miedo al fin. No lo sé. Pero te veré pasar caminando y te saludaré. Tú me desarmarás otra vez cuando levantes la cabeza y sin mirar pases de largo. Será un disparo a nuestra línea de flotación.
Hasta entonces me conformaré con imaginar que todo está bien. Que no pasa nada. Nada. Solo las horas, constantes, tediosas, impávidas. Tú en tu salón, te has aficionado al ganchillo y yo en mi salón me he enganchado al alcohol. En nuestras dimensiones paralelas, ambos bailamos al son de la lluvia que golpea las ventanas. Sincronizados.
La respuesta anhelada nunca será pronunciada. Esa es la angustia que nos espera al final. Mientras, la calle sigue vacía y es sábado por la noche en la ciudad. Mañana trataremos de guardar las formas ante el espejo que se burla. Porque hay que reírse de algo estos días, y cómo no reírse de un espantapájaros que no tiene nada que espantar.