sábado, 9 de noviembre de 2019

UN DÍA DE LLUVIA


Llueve, como el día en que te conocí, cuando nos vimos por primera vez y me pediste un cigarro con los ojos aun temblorosos de haber llorado. Llueve y el viento agita los árboles que se doblan y zozobran, que intentan resistir porque no pueden huir ni resguardarse. Las vallas, los contenedores de basura y el mundo que pisamos está en desbandada, no hay nadie en la calle, todo sucumbe ante la furia del viento y el agua. Desde la ventana del bar veo volar todo tipo de objetos, plásticos, hojas, carteles y paraguas destrozados, totalmente quebrados. Parecen banderas vencidas, con el mástil partido y la tela rasgada, incapaces de volver a ondear, lastradas por la suciedad del suelo. Cuando salí a la calle a las once de la noche, aun no llovía y anduve por las calles que van hasta el puerto, solo por andar, por ver los barcos atracados balancearse, como hago alguna que otra noche en la que intuyo que no podré dormir, que el sueño no vencerá y el insomnio ocupará las horas que pase en la cama tumbado escuchando los pocos coches que pasen, la risa de alguna pareja que vuelva a casa después de cenar en el italiano de la esquina y los ladridos de los perros de los vecinos cuando sienten algo inusual. Bajé zigzagueando entre calles, como aquél día. Paseé por él espigón sintiendo el frío del viento golpeando en la cara, el sonido del mar incrustado en mi cabeza y los recuerdos golpeando como las olas golpean contra el muelle.

Ahora llueve y me resguardo del chaparrón en la taberna donde nos conocimos. Tu habías llorado, yo necesitaba un refugio y lo único que encontramos fue un bar. La tele anuncia que estamos en alerta máxima, las barcas no podrán salir mañana al mar. Acodado en la barra recuerdo el día que decidiste desaparecer, no te despediste de nadie, saliste de aquí sin mirar atrás, sin nada que pagar, te perdiste en la bruma de la noche, como esos actores de las películas que tanto odiabas. Durante un tiempo me pregunté qué te había podido pasar, por qué tomaste esa decisión, por qué nunca te despediste. No volviste a dar señales y tuvimos que creernos los rumores que te hacían en India. Te imaginaba vagando en los trenes con los brahmanes, bebiendo el té que se cultiva en Assam, supongo que, al fin, siendo feliz. Me sirven otro whisky turbio que trasiego sin dudar de un trago y pido otro y una botella de cerveza. Aquí abajo en el puerto no queda más remedio que esperar a que escampe la tormenta de la mejor manera posible. Esperar que el tiempo nos traiga de vuelta un poco de luz, un claro que nos permita volver a casa, echar la llave, comprobar los desperfectos, fumar un cigarro, recuperar algo de lo que perdimos, valorar todo lo que se llevó el puto temporal. Encontrar ese instante para volverse y mirar desde la ventana a la calle, ver las hojas amontonadas, el caos que queda, los paraguas destrozados, ahora estáticos, inertes. Sentir que la tormenta al igual que tu huida, tiene sentido.

sábado, 24 de agosto de 2019

La casa


Va a pasar de un momento a otro. Toda mi resistencia va poco a poco desvaneciéndose, ya no tengo más fuerzas para aguantar. He recorrido la casa varias veces hoy, el miedo es incontrolable y lo más desesperante es no tener por más que he buscado, una causa que ponga nombre y cara a esto. Ya no estoy solo.

Llevo tres días encerrado en casa, agazapado en el salón con las persianas bajadas y en guarda constante desde que volví del pueblo por última vez. Creo que apenas he dormido cinco horas desde entonces. No puedo dejar de pensar en que hay alguien fuera que me ha seguido hasta aquí y que espera el momento para saltar sobre mí, me espía y espera, como un depredador que acecha a su presa, sabedor de que la paciencia es su mejor arma, que el momento adecuado aparecerá y no lo desaprovechará. No sé quién es, qué busca de mí ni cuáles son sus motivaciones. El caso es que llevamos tres días, yo aquí encerrado y él fuera esperando. Ni tan siquiera le he visto, pero desde que volví del pueblo, sé que me espera.

Ese día aparqué el coche cerca de la valla de casa para descargar todo lo que traía más cómodamente. Siempre dejo el coche en la entrada para vaciar el maletero. Fue entonces cuando noté la presencia de otra persona, sentí que me observaban. Fue por un instante nada más, una sombra que surge en el límite de un punto muerto de la mirada, me paré un momento a mirar a mi alrededor mientras subía las escaleras de la casa con las bolsas de la compra. Nada, solo el pulso acelerado de quien se ve en peligro, del que sabe que está a punto de comenzar una pelea que no ha provocado, pero de la que no va a poder escapar. Continué subiendo por las escaleras, abrí la puerta de casa y cerré con llave por dentro. Desde entonces ya lo he contado, miedo, ventanas bajadas, oscuridad, insomnio. Espero el momento en que se decida acercarse o que de una vez se pronuncie y diga qué quiere de mí. Sé que el también sigue fuera de la casa, que en estos tres días no se ha movido. Sé que no tardará en intentar entrar. Sabe que estoy débil, que estoy solo y que no puedo comunicarme con nadie. Yo de él solo conozco una sombra aparecida en el rabillo del ojo.

Son las once de la noche del tercer día, no hay luna ni luz alguna ahí afuera, ni luna ni estrellas. Llueve. Escucho sus pasos en el porche, ha llegado el momento. Agazapado miro la puerta consciente de que va a abrirla, forcejea con ella mientras yo permanezco paralizado sabiendo que no hay nada más que hacer, ha decidido entrar y no voy a poder impedirlo. La casa ya no es un refugio, es una trampa y he caído en ella como un ratón de campo.

sábado, 6 de julio de 2019

Estío 3


La canícula se ha metido dentro de casa y no hay dios que pueda sacarla. Hemos probado de todo, cerrar cortinas hasta estar en penumbra, abrir ventanas durante la noche cuando el calor sofocante baja y alguna ligera brisa surge entre el aire muerto del verano. No hay manera. Es el tercer año que estamos instalados en este parque de caravanas al sur del estado. Aquí no hay nada salvo desierto, noticias de incendios y terremotos. La maldita recesión nos cogió sin trabajo, las deudas hicieron imposible mantener la casa así que tuvimos que malvender para salir del paso y adquirir este cacharro del infierno  al que tenemos que llamar hogar. Veinte metros cuadrados de chapa, aislante, una cocina de mierda y dos literas. Unas escalerillas dan acceso al parque, una explanada de asfalto en el culo del mundo repleta de caravanas destartaladas, mocosos correteando semidesnudos y harapientos a los que sus madres fingen vigilarles mientras fuman en roñosas sillas de metal distribuidas por los porches de sus movilhomes. Maldita idea. Ahora salvo perder el tiempo, compadecernos y emborracharnos, hacemos poco más. Trabajos temporeros recogiendo cáñamo, algún trapicheo, chapuzas en el pueblo, las raquíticas ayudas sociales, este calor y mucho whisky.
Muchas veces he pensado en qué hago aquí, en cómo llegué a esta situación y no encuentro una respuesta clara. La gente en la tele siempre tiene una respuesta adecuada, una teoría que lo explica todo. Esa seguridad con la que lanzan su bazofia por la boca hace que te lo creas, cómo no vas a hacerlo, ellos hablan desde el púlpito, desde el plató televisivo de turno, en prime time, iluminados por los focos, bien maquillados, gesticulando meticulosamente y respetándose los turnos de palabra y tú estás aquí, en este puto estercolero donde solo las moscas campan con gusto, lanzando esputos de polvo al suelo mientras bebes cerveza tibia de una lata. ¿Donde empezó todo? Este deambular errático de trabajo de mierda en trabajo de mierda por tres estados, arrastrando la caravana como un grano de pus adherido a la rabadilla. Desde que cerró la acería hace ya diez años solo hemos ido de mal en peor, hasta tocar fondo en California, el jodido estado de la prosperidad.
Todavía es julio, quedan dos meses para que empiece la cosecha del cáñamo, dos meses para pasarnos el día metidos en los plásticos y agachar el lomo por cinco dólares la hora, sin contrato, sin seguro médico, codo con codo con los hispanos que llegan de otras partes del estado para la temporada y que aguantan el maldito bochorno mejor que tú. Ahora son las ocho de la tarde y sigue haciendo treinta y cinco grados. El ventilador gira esparciendo el calor y en el porche el capullo de mi vecino toca la guitarra y canta una canción de Wilco. Desde que le conozco no hay un solo día que no haya sacado su guitarra sin importarle que nadie aquí quisiera escuchar su música. De vez en cuando toca en garitos del pueblo a cambio de monedas y cerveza. Ensaya por las tardes y nos tortura con sus melodías. Nunca me ha caído bien, no sé por qué. A veces desearía estampar su guitarra contra el suelo y darle un puñetazo en su cara de idiota. Fantaseo con hacerlo mucho últimamente. Quizás deberíamos mudarnos a otra zona del parque si no quiero meterme en líos pero supongo que habrá otros gilipollas a la vuelta de la esquina. En este lugar no abunda la sensatez. Me estoy haciendo viejo y cada vez aguanto menos las tonterías. Desde una ventana alguien le grita que pare de graznar y le lanzan una botella de cerveza que se estampa contra el suelo y se rompe en pedazos. Ha sido efectivo, el gilipollas se ha metido en su cuchitril y ya no se escucha la maldita California Stars.