lunes, 1 de junio de 2020

COMIDA EN LATA


Estaba ido, tanto que ni siquiera reparó en que el grifo llevaba abierto todo el tiempo y que el agua se perdía por el sumidero del lavabo formando un remolino interminable.
Mientras observaba su cara cansada en el espejo, pensaba en que llevaba más de cincuenta días sin hablar con nadie, sin poner un píe en la calle, alimentándose de las latas de comida que acopió la primera semana de confinamiento en el supermercado. Su dieta durante el mes y medio de encierro forzoso había consistido en albóndigas en salsa, fabada, lentejas, callos, carne enlatada, salchichas y mejillones en escabeche, además de algún bote suelto de menestra. Una dieta severa que estaba empezando a mostrar sus consecuencias. Los ojos sin brillo y el color amarillo de su tez, de ese mismo color amarillo que el que deja el humo del cigarro en las yemas de los dedos de los fumadores compulsivos, hacían ver la mella que los casi dos meses de comida en lata, aislamiento, falta de luz natural y ejercicio había hecho en él.
Eran las nueve de la mañana y sabía que tenía que bajar a la calle a por más provisiones. Anoche en el telediario el presidente del gobierno informó que la cosa iría para largo, que ampliaría el estado de alarma. Era mejor estar prevenido. Sabía de lo que la gente era capaz cuando sentía pánico, lo había visto en otras ocasiones y detestaría quedarse sin las deliciosas salchichas en bote de Lybby’s que vendían en el súper del barrio. Aun así, algo lo mantenía estático con las manos clavadas en el lavabo y la mirada perdida en el espejo, sin percatarse de que su reflejo le miraba de vuelta con la indolencia con la que miran las caras de los espejos.
Los días se habían ido amontonado uno encima del otro como las latas y botes vacíos que acumulaba en el balcón, formando una montaña de metal y cristal coronada por una nube de mosquitos. El nuevo orden mundial.
Por fin se decidió. Suspiró, se frotó la cara con las dos manos tratando de espabilarse. Se peinó y se puso la camisa. Salió del lavabo atravesando el pasillo de casa hacia la entrada, cogió las llaves de la estantería y cruzó la puerta con determinación hacia el descansillo.
En ese instante, el aroma a lejía de las escaleras recién pasadas por la mujer de la limpieza hizo que se detuviera un momento en el umbral. Ese olor tan intenso a desinfectante se le subía al cerebro recordándole días pasados. La época en la que ella estaba a su lado y todo iba mejor. Momentos en los que no necesitaba dejar el agua del grifo correr para sentirse acompañado. Otros tiempos en los que no temía mirarse al espejo porque sabía que la imagen que le devolvería sería la suya y no la de un desconocido con demasiados años, la cara llena de arrugas y la mirada vacía.
Todo quedaba tan lejos que no comprendía cómo había llegado hasta allí. Atrapado en una casa que se había convertido en su cárcel. Solo. Había días en los que no podía evitar pensar en ella y en cómo era su vida hace apenas un año cuando dormían juntos cada noche y al follar, ella le agarraba del cuello con sus manos y el olor a friegasuelos que emanaba sus dedos le golpeaba en la sien mientras ella le tapaba la boca y la nariz ahogando su orgasmo. Entonces se derrumbaba, como esas putas latas que tenía que volver a apilar. Algún día tendría que llevarlas al contenedor, deshacerse de toda esa basura.

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