sábado, 12 de diciembre de 2020

ÚLTIMO DÍA EN EL HOSPITAL.

 Me despertó el ruido de la máquina, el constante bip, bip, bip, había cambiado su ritmo pausado hacia un sonido más punzante y continuado que me sacó del letargo en el que me encontraba. Abrí los ojos aún medio dormido y sin saber muy bien donde estaba, hasta que por fin me di cuenta de que seguía en la habitación del hospital.

En cuanto reaccioné me levanté y fui a comprobar cómo estaba. Aun dormía, me incorporé sobre la cama para comprobar que ninguno de los conductos de plástico que llevaba enchufados al cuerpo se hubiera desconectado con algún movimiento involuntario provocado por el sueño. Todo parecía en orden. Eché un ojo a las bolsas que colgaban de la percha que tenía a un costado, no parecía haber nada raro pero el sonido que emitía la máquina continuaba intensificándose así que llamé a la enfermera utilizando el botón que pendía sobre su cabeza.

Uno se acostumbra incluso a los hospitales y a ese olor a desinfectante que penetra hasta el cerebro y lo impregna todo, al silencio de las noches roto por el paso de las enfermeras por los pasillos, a las conversaciones deprimentes de los pacientes. Al rumor constante de la muerte susurrada en cada esquina y a esas bolsas que cuelgan de perchas móviles como longanizas al lado de las camas de los enfermos.

El día que se derrumbó y llamamos a la ambulancia me resulta tan lejano como irreal, como si hubiese ocurrido en un sueño. Tuve que contarle al médico que nos atendió en urgencias cómo había ocurrido todo. Intenté ser lo más preciso posible, detallar los minutos previos, su estado antes del shock, cómo noté que ralentizaba sus movimientos según se acercaba a la puerta de la cocina tratando de llegar a la manilla como si fuera tierra firme y ella un náufrago al que la corriente le alejaba de la costa. Le conté cómo había sido el golpe y cómo convulsionaba en el suelo mientras yo intentaba sujetarla y llamar a emergencias. Noté que no me creyó.

Pasaron horas hasta que pude verla. Me contaron que la estabilizaron, que había sufrido un ataque y que no podía mover gran parte del cuerpo. No podía hablar, ni hacer ningún movimiento, no había reaccionado a los estímulos y los médicos temían que no pudiese recuperar sus funciones normales nunca. Además, las secuelas del impacto contra el suelo le habían dejado el ojo hinchado y una enorme brecha en la cabeza. Me contaron que la sedaron y que tendría que pasar unos días en el hospital a la espera de más pruebas y de ver su evolución.

 

Sentí miedo. Pánico más bien. No recordaba nada y me desperté ahí, postrada en la cama, en una habitación oscura con el ruido constante de la máquina tras de mí. Y ese olor, ese maldito olor y el pitido penetrando en mi cabeza, primero como un rumor lejano que se iba intensificando a medida que iba saliendo de la bruma en la que me encontraba, después, como un insoportable alarido nauseabundo que me inundaba. No podía moverme. Por más que lo intenté era incapaz de mover las piernas ni girar la cabeza hacia los lados. Nada. Noté que el corazón se me aceleraba según tomaba consciencia de mi situación. ¿Qué era eso, qué había pasado, por qué no había nadie en la habitación? ¿Dónde estaban los médicos, las enfermeras? ¿Dónde estaba él?

Creo que estaba amaneciendo cuando entraron. La luz era distinta, clareaba tras la ventana cerrada que intuía a la derecha de mi cama. El hombre explicó el parte médico a Roberto mientras yo asistía impasible a sus explicaciones. Lo escuché todo sin poder decir nada. Entonces pude verle, acercó su cara a la mía mientras me acariciaba dulcemente con su mano. Quise decirle cuanto le quería, convencerle de que todo iba a salir bien pero no pude y pensé, pobre Roberto, es solo un crio.

Llevo aquí una semana, o lo que parece haber sido una semana, conté las veces que oscureció dentro de la habitación. Fueron seis noches. Él no se separó de mi ninguna de ellas. Dormía en el sillón contiguo, entre la cama y el ventanal. Todos los días me acicalaba con cariño, antes de que llegasen las enfermeras y me asearan, él se ocupaba de que me vieran peinada y lo más adecentada posible pese a la situación. Mejoré algo a lo largo de la semana. El segundo día podía mover la cabeza y mirar por el ventanal traslúcido, decepcionantemente gris. También recuperé cierta movilidad en ambos brazos y podía mover los pies, o los dedos de los pies, al menos notaba un cosquilleo en los pies. Respecto al habla, mi voz todavía era un gruñido. Por más que quisiera no era capaz de emitir una palabra entendible. A pesar de los esfuerzos, por más concentración y fuerza que pusiera, solo salía de mi un gruñido indescifrable.

 

A primera hora de la tarde venía una logopeda y me mandaban salir de la habitación. Estaba una hora con ella. La mayoría de las veces acababa su sesión, me dedicaba una sonrisa y se alejaba por el pasillo. Uno de los días me dijo que la abuela avanzaba muy poco a poco, que sufría afasia y había perdido totalmente la capacidad de hablar. Me contó que estaban haciendo muchos esfuerzos para que pudiese volver a articular palabras pero que los primeros días eran determinantes y que según avanzasen, sus posibilidades se irían reduciendo. Algo parecido me dijeron los fisioterapeutas el quinto día. Quedaba prácticamente descartado que volviera a andar.

Traté de asimilar toda esta información, reconstruir la última semana antes del ataque intentando averiguar dónde se fastidió todo y mi grado de culpa. Si tuvo algo que ver la tensión que respirábamos los días previos a su ataque es algo que me tortura y que nunca sabré a ciencia cierta.

El médico que nos atendió a la llegada me interrogó en su despacho. Me preguntó de nuevo cómo había sucedido todo. Si había notado un cambio en su comportamiento los días previos y si vivíamos solos los dos. No hay ningún familiar cercano aparte de ella, señor. Ella se ha encargado de mí desde pequeño.

La culpa empezó a apoderarse de mí según avanzaba el tiempo. Yo había sido el causante de todo esto y ahora se pasaría el resto de su vida en una silla de ruedas. ¿Cómo íbamos a subir al piso? ¿cómo había sido tan estúpido? Si no la hubiese gritado, si no me hubiera comportado como un maldito histérico ni la hubiese levantado la mano. Dios, si ella no me hubiera sacado de mis casillas. Los días siguientes serían claves me dijo el doctor, pero las opciones eran pocas. Vete mentalizándote.

Antes de ayer le compré un ramo de flores en la floristería de la esquina. Uno bonito para ponerlo en su mesilla, en un jarrón con agua del grifo. Quería enmendar mi error, extirpar la culpa, tapar con flores ese agujero que había cavado. Lo coloqué con cuidado entre el mando de la tele y el lugar donde dejaba sus pendientes por las noches, me encargaba de que los llevase puestos durante el día. Corrí un poco la cortina para que entrase más luz, las flores y las plantas necesitan luz. Vamos a estar bien abuela, ya verás.


Es solo un crio y yo una vieja. Le observo sentado a mi lado frente a la ventana, metido en sus pensamientos, carcomido por la culpa y quiero decirle que no se preocupe, que no le culpo, que si pudiera le daría una buena reprimenda, es mi labor, y que luego cocinaría para los dos un guiso de patatas. Comeríamos en la cocina como hacíamos siempre y después de fregar los platos iría al salón y pondría la tele y él se encerraría en su cuarto, como de costumbre a jugar a los videojuegos. Desde la sala le diría que bajase la voz, que no hacía falta que chillase así, que no podía una ver la televisión con tanto escándalo. Pero no me oiría porque lleva puesto esos cascos enormes y habla a gritos por un micrófono con sus amigos.

 

Tenía resaca. Muchos días llegaba a casa borracho, intentaba disimularlo, no quería que ella se preocupase, bastante hacía con cuidar de mí y aguantarme a diario. Una vez me caí por las escaleras y salieron los vecinos. Llamaron al timbre. Mi abuela abrió en bata. Yo me ocupo. Gracias, disculpad.

 

Solo eres un crío Roberto, sé que te crees muy mayor, sé que has tenido que crecer a la fuerza, sin algodones, pero eres un crio y has sufrido. Yo también sufrí, aunque te parezca imposible. He sufrido mucho más que tú a lo largo de mi vida. ¡Ja, vaya si he sufrido! Solo dios sabe cuánto.

 

Comprueba las máquinas y yo le digo que estaba durmiendo cuando de repente el pitido empezó a acelerarse. Ella seguía dormida mientras la enfermera manipulaba el cuadro de mandos y abría un poco más el paso del líquido que fluía de una de las bolsas que colgaban de la percha hacia el brazo de mi abuela. La enfermera apretó el timbre de nuevo y una compañera vino en su ayuda al cabo de unos minutos. Hay que sacarla, di que preparen la sala. Yo observaba la escena, mi abuela dormía mientras el pitido seguía constante, alterado, y la enfermera desanclaba la cama y otra compañera llegaba y le ayudaba a mover la percha y a sacar la cama del cuarto. Hijo, debes quedarte aquí, tenemos que llevarnos a tu abuela. Asentí intentando mostrar serenidad. Eché un vistazo a las flores que empezaban a languidecer y giré la mirada hacia la ventana del cuarto por la que ya se intuía el amanecer.

domingo, 20 de septiembre de 2020

GALIFORNIA SE QUEMA (UNA SOFLAMA)

Galifornia se quema. Se escucha el crepitar del fuego que inunda los ríos en tus palabras. Las piedras inertes gritan horrorizadas tu nombre, anhelando la brisa que nunca vendrá. Han huido, todos han huido a la ciudad pensando que hasta ahí no llegará el lamento, ni la muerte, ni el negro humo que tiñe estas tierras.

Arden aldeas color pizarra, donde vivían meigas, trasgos e bruxos. Galifornia se quema. En la televisión aparecen imágenes, aullidos, el baile feroz y rojizo de las lenguas de fuego que besan el aire, lo devoran, y el viento sofocante calienta tu rostro que mira en la noche tras la ventana la luz en las montañas. Avanza, alumbra el cielo, ceniza y hollín cubren las estrellas.

San Fracisco de Compostela amanece, como amaneces tú cuando duermes desnuda en el verano más extraño que recuerdo, sobre la cama desconocida y temblorosa del mañana. Naranja es el color de la pesadilla. La praza do Obradoiro de un naranja irrespirable. Es la resaca del licor que quema tu garganta al despertar y el cigarro que humea medio encendido sobre el cenicero de la mesita. Galifornia se quema otra vez. Sí, otra vez, en este déjà vu constante, en esta elipse temporal sin fin, como el boomerang que es lanzado y regresa y es lanzado y regresa yeslanzadoyregresa. Prepara café. El disco que dejaste sonando ayer repite trabado que no que no que no que no que no.

No descansó. Ni en sus noches luciérnaga, pese a nuestras absurdas quejas. No descansó. Llueve ceniza sobre mi copa, llueve ceniza sobre mi pelo y son corzos, zorros, vacas, ovejas, bomberos. Partículas. Son sus lamentos, jabalíes, ratones, son búhos. Llueve ceniza en Galifornia. Son robles, brezos, grillos. Desde Verín a San Andres de Teixido, de Baiona a Ortigueira, Galifornia se quema otra vez. Tal vez por siempre. Tal vez sin descanso, tal vez inexorable, irremediablemente constante, hasta convertirse en Marte. Galifornia se quema, y Brasil. Se quema Portugal, y Australia. África arde. Desde lejos vemos sus llamas avanzar. Un paso más, fast forwarding.

Columnas de humo sostienen el templo, hogar del oráculo. Estaba escrito. Galifornia se quema. Incandescencia y laurel, incandescencia y vapor, incandescencia dolor, incandescencia eucalipto, incandescencia granito, incandescencia tus ojos. Espejo. Tus ojos. No lloran. Tus ojos. Metal. Tus ojos que pare. Tus ojos que siglos, que cambio, que siempre, que basta. Incandescencia. Final.

lunes, 1 de junio de 2020

COMIDA EN LATA


Estaba ido, tanto que ni siquiera reparó en que el grifo llevaba abierto todo el tiempo y que el agua se perdía por el sumidero del lavabo formando un remolino interminable.
Mientras observaba su cara cansada en el espejo, pensaba en que llevaba más de cincuenta días sin hablar con nadie, sin poner un píe en la calle, alimentándose de las latas de comida que acopió la primera semana de confinamiento en el supermercado. Su dieta durante el mes y medio de encierro forzoso había consistido en albóndigas en salsa, fabada, lentejas, callos, carne enlatada, salchichas y mejillones en escabeche, además de algún bote suelto de menestra. Una dieta severa que estaba empezando a mostrar sus consecuencias. Los ojos sin brillo y el color amarillo de su tez, de ese mismo color amarillo que el que deja el humo del cigarro en las yemas de los dedos de los fumadores compulsivos, hacían ver la mella que los casi dos meses de comida en lata, aislamiento, falta de luz natural y ejercicio había hecho en él.
Eran las nueve de la mañana y sabía que tenía que bajar a la calle a por más provisiones. Anoche en el telediario el presidente del gobierno informó que la cosa iría para largo, que ampliaría el estado de alarma. Era mejor estar prevenido. Sabía de lo que la gente era capaz cuando sentía pánico, lo había visto en otras ocasiones y detestaría quedarse sin las deliciosas salchichas en bote de Lybby’s que vendían en el súper del barrio. Aun así, algo lo mantenía estático con las manos clavadas en el lavabo y la mirada perdida en el espejo, sin percatarse de que su reflejo le miraba de vuelta con la indolencia con la que miran las caras de los espejos.
Los días se habían ido amontonado uno encima del otro como las latas y botes vacíos que acumulaba en el balcón, formando una montaña de metal y cristal coronada por una nube de mosquitos. El nuevo orden mundial.
Por fin se decidió. Suspiró, se frotó la cara con las dos manos tratando de espabilarse. Se peinó y se puso la camisa. Salió del lavabo atravesando el pasillo de casa hacia la entrada, cogió las llaves de la estantería y cruzó la puerta con determinación hacia el descansillo.
En ese instante, el aroma a lejía de las escaleras recién pasadas por la mujer de la limpieza hizo que se detuviera un momento en el umbral. Ese olor tan intenso a desinfectante se le subía al cerebro recordándole días pasados. La época en la que ella estaba a su lado y todo iba mejor. Momentos en los que no necesitaba dejar el agua del grifo correr para sentirse acompañado. Otros tiempos en los que no temía mirarse al espejo porque sabía que la imagen que le devolvería sería la suya y no la de un desconocido con demasiados años, la cara llena de arrugas y la mirada vacía.
Todo quedaba tan lejos que no comprendía cómo había llegado hasta allí. Atrapado en una casa que se había convertido en su cárcel. Solo. Había días en los que no podía evitar pensar en ella y en cómo era su vida hace apenas un año cuando dormían juntos cada noche y al follar, ella le agarraba del cuello con sus manos y el olor a friegasuelos que emanaba sus dedos le golpeaba en la sien mientras ella le tapaba la boca y la nariz ahogando su orgasmo. Entonces se derrumbaba, como esas putas latas que tenía que volver a apilar. Algún día tendría que llevarlas al contenedor, deshacerse de toda esa basura.

sábado, 28 de marzo de 2020

ESTOS DÍAS


 
 
Estos días se puede palpar la nada. Como una mirada que no encuentra la tuya y que deja un rastro pegajoso en el suelo. Mirada de caracol. Así es la nada estos días. Las horas son mi abrigo y mi hogar. El silencio reinante penetra en los muros porosos. Se expande por la casa, nos acecha mientras la ansiedad se acurruca en el salón, en esa esquina desvalida entre la lámpara sin bombilla y la pared. Se hace fuerte, respira, respira, comienza a conversar. Yo no hago caso.
Sé que un día te veré pasear, estoy seguro. Quizá salga de casa como un fugitivo, libre de miedo al fin. No lo sé. Pero te veré pasar caminando y te saludaré. Tú me desarmarás otra vez cuando levantes la cabeza y sin mirar pases de largo. Será un disparo a nuestra línea de flotación.
Hasta entonces me conformaré con imaginar que todo está bien. Que no pasa nada. Nada. Solo las horas, constantes, tediosas, impávidas. Tú en tu salón, te has aficionado al ganchillo y yo en mi salón me he enganchado al alcohol. En nuestras dimensiones paralelas, ambos bailamos al son de la lluvia que golpea las ventanas. Sincronizados.
La respuesta anhelada nunca será pronunciada. Esa es la angustia que nos espera al final. Mientras, la calle sigue vacía y es sábado por la noche en la ciudad. Mañana trataremos de guardar las formas ante el espejo que se burla. Porque hay que reírse de algo estos días, y cómo no reírse de un espantapájaros que no tiene nada que espantar.