Me di cuenta de que faltaba cuando me puse a dar cuerda al reloj
que está justo encima del mueble donde guardo los platos y manteles que llevo
tanto tiempo sin usar. Ya no vienen invitados a casa y eso que hace años, cuando
compré la vajilla y la mantelería, la casa recibía visitas constantemente.
Amigos que paraban de vacaciones y se quedaban unos días. Familiares que pasaban
alguna tarde, la rutinaria reunión con mis padres que venían a comer el último
domingo de mes y traían el postre. Después, pasábamos un buen rato entre copas
y cartas y muchas veces nos daba la hora de la merienda, entonces sacábamos las
pastas y hacíamos más café. Todo eso ha cambiado, hace años que nadie se acerca.
Ahora comemos solos de lunes a domingo prácticamente todos los días del año. El
polvo recubre los platos y ya apenas suena el timbre de casa.
No estaba, y juraría que anoche lo dejé ahí. Escuché el
disco por las dos caras mientras tomaba cerveza, tenía una de esas noches en
las que necesitaba beber sobre todas las cosas del mundo. Acompañado de la
cerveza, me dedicaba a apreciar la caja. La preciosidad del diseño de portada
consistente en una foto en tonos mate de la casa donde fue grabado el disco. El
artista aparece delante de la misma con los brazos cruzados y un pie apoyado
en la palmera que domina el jardín delantero de la vivienda. Es uno de mis favoritos, por eso lo busqué incluso en los lugares más inverosímiles como dentro de la ducha
o en el hueco que se forma entre la lavadora y el armario de la cocina. Busqué
debajo de la cama, entre los cojines del sofá y en el cajón de las ollas. Miré
incluso en el horno, pero simplemente había desaparecido.
Conté las botellas de cerveza vacías, sumaban dieciocho
esparcidas por la cocina y el salón. También sobresalía una botella de licor
seca que pastoreaba a varios botellines verde oscuro de un tercio, lo que me
hizo temer que ayer pude excederme un poco. No recuerdo mucho salvo estar
escuchando el disco mientras trataba de sacar algún sonido mínimamente afinado
con la guitarra y balbuceaba el estribillo del tercer tema de la cara b. Dejé
la caja del disco en el mueble cuando me levanté y me puse a girar sobre mí
mismo al ritmo de la música como si fuera un chamán en pleno trance. En ese
momento perdí la consciencia y ya no recuerdo qué ocurrió hasta esta mañana que
me desperté tumbado en el sofá con un pitido zumbando en mi oído izquierdo
cada vez que intentaba abrir los ojos e incorporarme.
El disco había desaparecido, probablemente lo lanzase por la
ventana en plena noche exaltado por el alcohol. Puede que algún vecino lo viera
esta mañana tirado en la acera mojada cuando sacaba al perro o mientras se dirigía al trabajo. Es probable que escucharan el alboroto anoche y supiesen
que fui yo que, fuera de mí, abrí la ventana y tiré el disco al viento. Seguramente
entre lágrimas y babeando incoherencias que no puedo recordar pero que seguro
que oyeron. Lo sabré cuando salga más tarde a comprar el pan y pueda escrutar
sus miradas recelosas, sus cuchicheos inmisericordes y note sobre mi espalda sus
dedos acusatorios.
Ya no viene nadie a casa y poco a poco he ido dilapidando mi
colección de discos. Ayer también se largó ella entre lágrimas que me
parecieron falsas, pero quien soy yo para juzgar las lágrimas de los demás.
Cuando desaparezcan todos los discos, quizá me dé por deshacerme de los platos del
mueble, de las fotografías que guardamos en esos álbumes numerados de la
estantería, o puede que arranque el puto reloj de la pared y lo estampe de una maldita
vez contra el suelo. Será la última vez que dé la una. Parará el goteo
constante del segundero y su monótono chac, chac, chac, chac, que inunda las
horas de esta casa. Dejará de oírse el silencio que atrona en las paredes del
cuarto. De una vez por todas. Entonces podré salir tranquilo a la calle de
nuevo.