Me despertó el ruido de la máquina, el constante bip, bip, bip, había cambiado su ritmo pausado hacia un sonido más punzante y continuado que me sacó del letargo en el que me encontraba. Abrí los ojos aún medio dormido y sin saber muy bien donde estaba, hasta que por fin me di cuenta de que seguía en la habitación del hospital.
En cuanto reaccioné me levanté y fui a comprobar cómo
estaba. Aun dormía, me incorporé sobre la cama para comprobar que ninguno de
los conductos de plástico que llevaba enchufados al cuerpo se hubiera
desconectado con algún movimiento involuntario provocado por el sueño. Todo
parecía en orden. Eché un ojo a las bolsas que colgaban de la percha que tenía
a un costado, no parecía haber nada raro pero el sonido que emitía la máquina continuaba
intensificándose así que llamé a la enfermera utilizando el botón que pendía
sobre su cabeza.
Uno se acostumbra incluso a los hospitales y a ese olor a
desinfectante que penetra hasta el cerebro y lo impregna todo, al silencio de
las noches roto por el paso de las enfermeras por los pasillos, a las
conversaciones deprimentes de los pacientes. Al rumor constante de la muerte
susurrada en cada esquina y a esas bolsas que cuelgan de perchas móviles como
longanizas al lado de las camas de los enfermos.
El día que se derrumbó y llamamos a la ambulancia me resulta
tan lejano como irreal, como si hubiese ocurrido en un sueño. Tuve que contarle
al médico que nos atendió en urgencias cómo había ocurrido todo. Intenté ser lo
más preciso posible, detallar los minutos previos, su estado antes del shock,
cómo noté que ralentizaba sus movimientos según se acercaba a la puerta de la
cocina tratando de llegar a la manilla como si fuera tierra firme y ella un
náufrago al que la corriente le alejaba de la costa. Le conté cómo había sido
el golpe y cómo convulsionaba en el suelo mientras yo intentaba sujetarla y llamar
a emergencias. Noté que no me creyó.
Pasaron horas hasta que pude verla. Me contaron que la
estabilizaron, que había sufrido un ataque y que no podía mover gran parte del
cuerpo. No podía hablar, ni hacer ningún movimiento, no había reaccionado a los
estímulos y los médicos temían que no pudiese recuperar sus funciones normales
nunca. Además, las secuelas del impacto contra el suelo le habían dejado el ojo
hinchado y una enorme brecha en la cabeza. Me contaron que la sedaron y que
tendría que pasar unos días en el hospital a la espera de más pruebas y de ver
su evolución.
Sentí miedo. Pánico más bien. No recordaba nada y me
desperté ahí, postrada en la cama, en una habitación oscura con el ruido
constante de la máquina tras de mí. Y ese olor, ese maldito olor y el pitido
penetrando en mi cabeza, primero como un rumor lejano que se iba intensificando
a medida que iba saliendo de la bruma en la que me encontraba, después, como un
insoportable alarido nauseabundo que me inundaba. No podía moverme. Por más que
lo intenté era incapaz de mover las piernas ni girar la cabeza hacia los lados.
Nada. Noté que el corazón se me aceleraba según tomaba consciencia de mi
situación. ¿Qué era eso, qué había pasado, por qué no había nadie en la
habitación? ¿Dónde estaban los médicos, las enfermeras? ¿Dónde estaba él?
Creo que estaba amaneciendo cuando entraron. La luz era
distinta, clareaba tras la ventana cerrada que intuía a la derecha de mi cama.
El hombre explicó el parte médico a Roberto mientras yo asistía impasible a sus
explicaciones. Lo escuché todo sin poder decir nada. Entonces pude verle,
acercó su cara a la mía mientras me acariciaba dulcemente con su mano. Quise decirle
cuanto le quería, convencerle de que todo iba a salir bien pero no pude y pensé,
pobre Roberto, es solo un crio.
Llevo aquí una semana, o lo que parece haber sido una
semana, conté las veces que oscureció dentro de la habitación. Fueron seis
noches. Él no se separó de mi ninguna de ellas. Dormía en el sillón contiguo,
entre la cama y el ventanal. Todos los días me acicalaba con cariño, antes de
que llegasen las enfermeras y me asearan, él se ocupaba de que me vieran
peinada y lo más adecentada posible pese a la situación. Mejoré algo a lo largo
de la semana. El segundo día podía mover la cabeza y mirar por el ventanal
traslúcido, decepcionantemente gris. También recuperé cierta movilidad en ambos
brazos y podía mover los pies, o los dedos de los pies, al menos notaba un
cosquilleo en los pies. Respecto al habla, mi voz todavía era un gruñido. Por más
que quisiera no era capaz de emitir una palabra entendible. A pesar de los
esfuerzos, por más concentración y fuerza que pusiera, solo salía de mi un
gruñido indescifrable.
A primera hora de la tarde venía una logopeda y me mandaban
salir de la habitación. Estaba una hora con ella. La mayoría de las veces
acababa su sesión, me dedicaba una sonrisa y se alejaba por el pasillo. Uno de
los días me dijo que la abuela avanzaba muy poco a poco, que sufría afasia y
había perdido totalmente la capacidad de hablar. Me contó que estaban haciendo
muchos esfuerzos para que pudiese volver a articular palabras pero que los
primeros días eran determinantes y que según avanzasen, sus posibilidades se
irían reduciendo. Algo parecido me dijeron los fisioterapeutas el quinto día.
Quedaba prácticamente descartado que volviera a andar.
Traté de asimilar toda esta información, reconstruir la
última semana antes del ataque intentando averiguar dónde se fastidió todo y mi
grado de culpa. Si tuvo algo que ver la tensión que respirábamos los días
previos a su ataque es algo que me tortura y que nunca sabré a ciencia cierta.
El médico que nos atendió a la llegada me interrogó en su
despacho. Me preguntó de nuevo cómo había sucedido todo. Si había notado un
cambio en su comportamiento los días previos y si vivíamos solos los dos. No hay
ningún familiar cercano aparte de ella, señor. Ella se ha encargado de mí desde
pequeño.
La culpa empezó a apoderarse de mí según avanzaba el tiempo.
Yo había sido el causante de todo esto y ahora se pasaría el resto de su vida
en una silla de ruedas. ¿Cómo íbamos a subir al piso? ¿cómo había sido tan
estúpido? Si no la hubiese gritado, si no me hubiera comportado como un maldito
histérico ni la hubiese levantado la mano. Dios, si ella no me hubiera sacado
de mis casillas. Los días siguientes serían claves me dijo el doctor, pero las
opciones eran pocas. Vete mentalizándote.
Antes de ayer le compré un ramo de flores en la floristería
de la esquina. Uno bonito para ponerlo en su mesilla, en un jarrón con agua del
grifo. Quería enmendar mi error, extirpar la culpa, tapar con flores ese
agujero que había cavado. Lo coloqué con cuidado entre el mando de la tele y el
lugar donde dejaba sus pendientes por las noches, me encargaba de que los
llevase puestos durante el día. Corrí un poco la cortina para que entrase más
luz, las flores y las plantas necesitan luz. Vamos a estar bien abuela, ya
verás.
Es solo un crio y yo una vieja. Le observo sentado a mi lado
frente a la ventana, metido en sus pensamientos, carcomido por la culpa y
quiero decirle que no se preocupe, que no le culpo, que si pudiera le daría una
buena reprimenda, es mi labor, y que luego cocinaría para los dos un guiso de
patatas. Comeríamos en la cocina como hacíamos siempre y después de fregar los
platos iría al salón y pondría la tele y él se encerraría en su cuarto, como de
costumbre a jugar a los videojuegos. Desde la sala le diría que bajase la voz,
que no hacía falta que chillase así, que no podía una ver la televisión con
tanto escándalo. Pero no me oiría porque lleva puesto esos cascos enormes y
habla a gritos por un micrófono con sus amigos.
Tenía resaca. Muchos días llegaba a casa borracho, intentaba
disimularlo, no quería que ella se preocupase, bastante hacía con cuidar de mí
y aguantarme a diario. Una vez me caí por las escaleras y salieron los vecinos.
Llamaron al timbre. Mi abuela abrió en bata. Yo me ocupo. Gracias, disculpad.
Solo eres un crío Roberto, sé que te crees muy mayor, sé que
has tenido que crecer a la fuerza, sin algodones, pero eres un crio y has
sufrido. Yo también sufrí, aunque te parezca imposible. He sufrido mucho más
que tú a lo largo de mi vida. ¡Ja, vaya si he sufrido! Solo dios sabe cuánto.
Comprueba las máquinas y yo le digo que estaba durmiendo
cuando de repente el pitido empezó a acelerarse. Ella seguía dormida mientras
la enfermera manipulaba el cuadro de mandos y abría un poco más el paso del
líquido que fluía de una de las bolsas que colgaban de la percha hacia el brazo
de mi abuela. La enfermera apretó el timbre de nuevo y una compañera vino en su
ayuda al cabo de unos minutos. Hay que sacarla, di que preparen la sala. Yo
observaba la escena, mi abuela dormía mientras el pitido seguía constante,
alterado, y la enfermera desanclaba la cama y otra compañera llegaba y le
ayudaba a mover la percha y a sacar la cama del cuarto. Hijo, debes quedarte
aquí, tenemos que llevarnos a tu abuela. Asentí intentando mostrar serenidad.
Eché un vistazo a las flores que empezaban a languidecer y giré la mirada hacia
la ventana del cuarto por la que ya se intuía el amanecer.