sábado, 6 de julio de 2019

Estío 3


La canícula se ha metido dentro de casa y no hay dios que pueda sacarla. Hemos probado de todo, cerrar cortinas hasta estar en penumbra, abrir ventanas durante la noche cuando el calor sofocante baja y alguna ligera brisa surge entre el aire muerto del verano. No hay manera. Es el tercer año que estamos instalados en este parque de caravanas al sur del estado. Aquí no hay nada salvo desierto, noticias de incendios y terremotos. La maldita recesión nos cogió sin trabajo, las deudas hicieron imposible mantener la casa así que tuvimos que malvender para salir del paso y adquirir este cacharro del infierno  al que tenemos que llamar hogar. Veinte metros cuadrados de chapa, aislante, una cocina de mierda y dos literas. Unas escalerillas dan acceso al parque, una explanada de asfalto en el culo del mundo repleta de caravanas destartaladas, mocosos correteando semidesnudos y harapientos a los que sus madres fingen vigilarles mientras fuman en roñosas sillas de metal distribuidas por los porches de sus movilhomes. Maldita idea. Ahora salvo perder el tiempo, compadecernos y emborracharnos, hacemos poco más. Trabajos temporeros recogiendo cáñamo, algún trapicheo, chapuzas en el pueblo, las raquíticas ayudas sociales, este calor y mucho whisky.
Muchas veces he pensado en qué hago aquí, en cómo llegué a esta situación y no encuentro una respuesta clara. La gente en la tele siempre tiene una respuesta adecuada, una teoría que lo explica todo. Esa seguridad con la que lanzan su bazofia por la boca hace que te lo creas, cómo no vas a hacerlo, ellos hablan desde el púlpito, desde el plató televisivo de turno, en prime time, iluminados por los focos, bien maquillados, gesticulando meticulosamente y respetándose los turnos de palabra y tú estás aquí, en este puto estercolero donde solo las moscas campan con gusto, lanzando esputos de polvo al suelo mientras bebes cerveza tibia de una lata. ¿Donde empezó todo? Este deambular errático de trabajo de mierda en trabajo de mierda por tres estados, arrastrando la caravana como un grano de pus adherido a la rabadilla. Desde que cerró la acería hace ya diez años solo hemos ido de mal en peor, hasta tocar fondo en California, el jodido estado de la prosperidad.
Todavía es julio, quedan dos meses para que empiece la cosecha del cáñamo, dos meses para pasarnos el día metidos en los plásticos y agachar el lomo por cinco dólares la hora, sin contrato, sin seguro médico, codo con codo con los hispanos que llegan de otras partes del estado para la temporada y que aguantan el maldito bochorno mejor que tú. Ahora son las ocho de la tarde y sigue haciendo treinta y cinco grados. El ventilador gira esparciendo el calor y en el porche el capullo de mi vecino toca la guitarra y canta una canción de Wilco. Desde que le conozco no hay un solo día que no haya sacado su guitarra sin importarle que nadie aquí quisiera escuchar su música. De vez en cuando toca en garitos del pueblo a cambio de monedas y cerveza. Ensaya por las tardes y nos tortura con sus melodías. Nunca me ha caído bien, no sé por qué. A veces desearía estampar su guitarra contra el suelo y darle un puñetazo en su cara de idiota. Fantaseo con hacerlo mucho últimamente. Quizás deberíamos mudarnos a otra zona del parque si no quiero meterme en líos pero supongo que habrá otros gilipollas a la vuelta de la esquina. En este lugar no abunda la sensatez. Me estoy haciendo viejo y cada vez aguanto menos las tonterías. Desde una ventana alguien le grita que pare de graznar y le lanzan una botella de cerveza que se estampa contra el suelo y se rompe en pedazos. Ha sido efectivo, el gilipollas se ha metido en su cuchitril y ya no se escucha la maldita California Stars.

No hay comentarios:

Publicar un comentario