Estaba ido, tanto que ni siquiera reparó en que el grifo
llevaba abierto todo el tiempo y que el agua se perdía por el sumidero del
lavabo formando un remolino interminable.
Mientras observaba su cara cansada en el espejo, pensaba en
que llevaba más de cincuenta días sin hablar con nadie, sin poner un píe en la
calle, alimentándose de las latas de comida que acopió la primera semana de
confinamiento en el supermercado. Su dieta durante el mes y medio de encierro
forzoso había consistido en albóndigas en salsa, fabada, lentejas, callos,
carne enlatada, salchichas y mejillones en escabeche, además de algún bote suelto
de menestra. Una dieta severa que estaba empezando a mostrar sus consecuencias.
Los ojos sin brillo y el color amarillo de su tez, de ese mismo color amarillo
que el que deja el humo del cigarro en las yemas de los dedos de los fumadores
compulsivos, hacían ver la mella que los casi dos meses de comida en lata,
aislamiento, falta de luz natural y ejercicio había hecho
en él.
Eran las nueve de la mañana y sabía que tenía que bajar a la
calle a por más provisiones. Anoche en el telediario el presidente del gobierno
informó que la cosa iría para largo, que ampliaría el estado de alarma. Era
mejor estar prevenido. Sabía de lo que la gente era capaz cuando sentía pánico,
lo había visto en otras ocasiones y detestaría quedarse sin las deliciosas
salchichas en bote de Lybby’s que vendían en el súper del barrio. Aun así, algo
lo mantenía estático con las manos clavadas en el lavabo y la mirada perdida en
el espejo, sin percatarse de que su reflejo le miraba de vuelta con la
indolencia con la que miran las caras de los espejos.
Los días se habían ido amontonado uno encima del otro como
las latas y botes vacíos que acumulaba en el balcón, formando una montaña de
metal y cristal coronada por una nube de mosquitos. El nuevo orden mundial.
Por fin se decidió. Suspiró, se frotó la cara con las dos
manos tratando de espabilarse. Se peinó y se puso la camisa. Salió del lavabo
atravesando el pasillo de casa hacia la entrada, cogió las llaves de la
estantería y cruzó la puerta con determinación hacia el descansillo.
En ese instante, el aroma a lejía de las escaleras recién
pasadas por la mujer de la limpieza hizo que se detuviera un momento en el
umbral. Ese olor tan intenso a desinfectante se le subía al cerebro
recordándole días pasados. La época en la que ella estaba a su lado y todo iba
mejor. Momentos en los que no necesitaba dejar el agua del grifo correr para
sentirse acompañado. Otros tiempos en los que no temía mirarse al espejo porque
sabía que la imagen que le devolvería sería la suya y no la de un desconocido
con demasiados años, la cara llena de arrugas y la mirada vacía.
Todo quedaba tan lejos que no comprendía cómo había llegado
hasta allí. Atrapado en una casa que se había convertido en su cárcel. Solo. Había
días en los que no podía evitar pensar en ella y en cómo era su vida hace
apenas un año cuando dormían juntos cada noche y al follar, ella le agarraba
del cuello con sus manos y el olor a friegasuelos que emanaba sus dedos le
golpeaba en la sien mientras ella le tapaba la boca y la nariz ahogando su
orgasmo. Entonces se derrumbaba, como esas putas latas que tenía que volver a
apilar. Algún día tendría que llevarlas al contenedor, deshacerse de toda esa
basura.