La canícula se ha metido dentro de casa y no hay dios que
pueda sacarla. Hemos probado de todo, cerrar cortinas hasta estar en penumbra,
abrir ventanas durante la noche cuando el calor sofocante baja y alguna ligera
brisa surge entre el aire muerto del verano. No hay manera. Es el tercer año
que estamos instalados en este parque de caravanas al sur del estado. Aquí no
hay nada salvo desierto, noticias de incendios y terremotos. La maldita recesión
nos cogió sin trabajo, las deudas hicieron imposible mantener la casa así que
tuvimos que malvender para salir del paso y adquirir este cacharro del
infierno al que tenemos que llamar
hogar. Veinte metros cuadrados de chapa, aislante, una cocina de mierda y dos
literas. Unas escalerillas dan acceso al parque, una explanada de asfalto en el
culo del mundo repleta de caravanas destartaladas, mocosos correteando
semidesnudos y harapientos a los que sus madres fingen vigilarles mientras
fuman en roñosas sillas de metal distribuidas por los porches de sus
movilhomes. Maldita idea. Ahora salvo perder el tiempo, compadecernos y
emborracharnos, hacemos poco más. Trabajos temporeros recogiendo cáñamo, algún
trapicheo, chapuzas en el pueblo, las raquíticas ayudas sociales, este calor y
mucho whisky.
Muchas veces he pensado en qué hago aquí, en cómo llegué a
esta situación y no encuentro una respuesta clara. La gente en la tele siempre
tiene una respuesta adecuada, una teoría que lo explica todo. Esa seguridad con
la que lanzan su bazofia por la boca hace que te lo creas, cómo no vas a
hacerlo, ellos hablan desde el púlpito, desde el plató televisivo de turno, en
prime time, iluminados por los focos, bien maquillados, gesticulando
meticulosamente y respetándose los turnos de palabra y tú estás aquí, en este
puto estercolero donde solo las moscas campan con gusto, lanzando esputos de
polvo al suelo mientras bebes cerveza tibia de una lata. ¿Donde empezó todo?
Este deambular errático de trabajo de mierda en trabajo de mierda por tres
estados, arrastrando la caravana como un grano de pus adherido a la rabadilla.
Desde que cerró la acería hace ya diez años solo hemos ido de mal en peor,
hasta tocar fondo en California, el jodido estado de la prosperidad.
Todavía es julio, quedan dos meses para que empiece la
cosecha del cáñamo, dos meses para pasarnos el día metidos en los plásticos y
agachar el lomo por cinco dólares la hora, sin contrato, sin seguro médico,
codo con codo con los hispanos que llegan de otras partes del estado para la
temporada y que aguantan el maldito bochorno mejor que tú. Ahora son las ocho
de la tarde y sigue haciendo treinta y cinco grados. El ventilador gira
esparciendo el calor y en el porche el capullo de mi vecino toca la guitarra y
canta una canción de Wilco. Desde que le conozco no hay un solo día que no haya
sacado su guitarra sin importarle que nadie aquí quisiera escuchar su música.
De vez en cuando toca en garitos del pueblo a cambio de monedas y cerveza.
Ensaya por las tardes y nos tortura con sus melodías. Nunca me ha caído bien,
no sé por qué. A veces desearía estampar su guitarra contra el suelo y darle un
puñetazo en su cara de idiota. Fantaseo con hacerlo mucho últimamente. Quizás
deberíamos mudarnos a otra zona del parque si no quiero meterme en líos pero
supongo que habrá otros gilipollas a la vuelta de la esquina. En este lugar no
abunda la sensatez. Me estoy haciendo viejo y cada vez aguanto menos las
tonterías. Desde una ventana alguien le grita que pare de graznar y le lanzan
una botella de cerveza que se estampa contra el suelo y se rompe en pedazos. Ha
sido efectivo, el gilipollas se ha metido en su cuchitril y ya no se escucha la
maldita California Stars.