Siempre que hay tormenta me acuerdo de la noche de San Juan en la que junto a la hoguera hicimos el amor en la playa, y cómo al acabar, sin tiempo para vestirnos empezó a caer sobre nosotros el mayor diluvio y nos pusimos a correr, pero no había donde refugiarse por lo que nos metimos en el mar pensando que dentro del agua estaríamos a salvo del chaparrón. Siguió lloviendo sin parar durante una hora entera y cuando acabó estábamos agotados. Nos vestimos con nuestras ropas empapadas, yo estaba ridículo pero tú llevabas tu vestido blanco, ese vestido blanco que nunca te quedó mejor que aquella noche. El vestido que no te he vuelto a ver puesto, ese que olía a arena, humedad y sexo. El olor del verano. Nuestro primer verano.
Es curiosos cómo pasa el tiempo y las formas que tenemos cada uno de medirlo. Hay quien mide los años tomando el día de cumpleaños como referencia. Otros elijen año nuevo como la fecha en la que hacer balance. A mí sin embargo me gusta hacerlo al final del verano. Supongo que es una manía que cogí de niño, acabábamos el curso escolar cuando empezaba el verano y lo iniciábamos de nuevo a su fin. El verano era un oasis en medio del año donde todo podía ocurrir. De hecho aun sigo considerando estos tres meses como los más especiales del año, tengo casi treinta años y si me pongo a pensarlo creo que la mayoría de cosas buenas que me han pasado en la vida han sido en verano. Cada año cuando acaba me pregunto qué vendrá.
Ya es septiembre, se puede oler en el ambiente que a esto le queda bien poco. Apago el cigarro, mientras exhalo el humo vuelvo a mirar al cielo. Se acerca una gran tormenta.