Estos días se puede palpar la nada. Como una mirada que no
encuentra la tuya y que deja un rastro pegajoso en el suelo. Mirada de caracol.
Así es la nada estos días. Las horas son mi abrigo y mi hogar. El silencio reinante penetra en los muros porosos. Se expande por la casa, nos acecha mientras la ansiedad se acurruca en el
salón, en esa esquina desvalida entre la lámpara sin bombilla y la pared. Se
hace fuerte, respira, respira, comienza a conversar. Yo no hago caso.
Sé que un día te veré pasear, estoy seguro. Quizá salga de
casa como un fugitivo, libre de miedo al fin. No lo sé. Pero te veré pasar
caminando y te saludaré. Tú me desarmarás otra vez cuando levantes la cabeza y
sin mirar pases de largo. Será un disparo a nuestra línea de flotación.
Hasta entonces me conformaré con imaginar que todo está
bien. Que no pasa nada. Nada. Solo las horas, constantes, tediosas, impávidas.
Tú en tu salón, te has aficionado al ganchillo y yo en mi salón me he
enganchado al alcohol. En nuestras dimensiones paralelas, ambos bailamos al son
de la lluvia que golpea las ventanas. Sincronizados.
La respuesta anhelada nunca será pronunciada. Esa es la angustia que nos espera al final. Mientras, la calle sigue vacía y es sábado por la noche
en la ciudad. Mañana trataremos de guardar las formas ante el espejo que se
burla. Porque hay que reírse de algo estos días, y cómo no reírse de un espantapájaros que
no tiene nada que espantar.