Llueve, como el día en que te conocí, cuando nos vimos por
primera vez y me pediste un cigarro con los ojos aun temblorosos de haber
llorado. Llueve y el viento agita los árboles que se doblan y zozobran, que
intentan resistir porque no pueden huir ni resguardarse. Las vallas, los
contenedores de basura y el mundo que pisamos está en desbandada, no hay nadie
en la calle, todo sucumbe ante la furia del viento y el agua. Desde la ventana
del bar veo volar todo tipo de objetos, plásticos, hojas, carteles y paraguas destrozados, totalmente quebrados. Parecen banderas vencidas, con el
mástil partido y la tela rasgada, incapaces de volver a ondear, lastradas por
la suciedad del suelo. Cuando salí a la calle a las once de la noche, aun no
llovía y anduve por las calles que van hasta el puerto, solo por andar, por ver
los barcos atracados balancearse, como hago alguna que otra noche en la que
intuyo que no podré dormir, que el sueño no vencerá y el insomnio ocupará las
horas que pase en la cama tumbado escuchando los pocos coches que pasen, la risa
de alguna pareja que vuelva a casa después de cenar en el italiano de la
esquina y los ladridos de los perros de los vecinos cuando sienten algo
inusual. Bajé zigzagueando entre calles, como aquél día. Paseé por él espigón
sintiendo el frío del viento golpeando en la cara, el sonido del mar incrustado
en mi cabeza y los recuerdos golpeando como las olas golpean contra el muelle.
Ahora llueve y me resguardo del chaparrón en la taberna
donde nos conocimos. Tu habías llorado, yo necesitaba un refugio y lo único que
encontramos fue un bar. La tele anuncia que estamos en alerta máxima, las
barcas no podrán salir mañana al mar. Acodado en la barra recuerdo el día que
decidiste desaparecer, no te despediste de nadie, saliste de aquí sin mirar
atrás, sin nada que pagar, te perdiste en la bruma de la noche, como esos
actores de las películas que tanto odiabas. Durante un tiempo me pregunté qué
te había podido pasar, por qué tomaste esa decisión, por qué nunca te
despediste. No volviste a dar señales y tuvimos que creernos los rumores que te
hacían en India. Te imaginaba vagando en los trenes con los brahmanes, bebiendo
el té que se cultiva en Assam, supongo que, al fin, siendo feliz. Me sirven
otro whisky turbio que trasiego sin dudar de un trago y pido otro y una botella
de cerveza. Aquí abajo en el puerto no queda más remedio que esperar a que
escampe la tormenta de la mejor manera posible. Esperar que el tiempo nos
traiga de vuelta un poco de luz, un claro que nos permita volver a casa, echar
la llave, comprobar los desperfectos, fumar un cigarro, recuperar algo de lo
que perdimos, valorar todo lo que se llevó el puto temporal. Encontrar ese
instante para volverse y mirar desde la ventana a la calle, ver las hojas
amontonadas, el caos que queda, los paraguas destrozados, ahora estáticos,
inertes. Sentir que la tormenta al igual que tu huida, tiene sentido.
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